Por Alberto Cobián

Pozuelo, martes 27, noviembre. Tengo que escribir un post sobre Bernardo Bertolucci. Todos conocemos su historia o podemos buscarla en Wikipedia. A todos nos suena la escena de la mantequilla, la fotografía de Novecento, o la bañera del piso de París. O podemos buscarlo en Youtube. O pedirle al nieto que te lo busque. El caso es que no soy un erudito del cine, no puedo hablar del lenguaje audiovisual que brota de sus películas (ni quiero aburrir), ni quiero hacer de esto una biografía estándar del fallecido.

Voy a escribir, ya os estáis acostumbrando, sobre mí. Bertolucci encima de mí, para ser más concreto.

Mi primer contacto con el director fue a orillas de mi padre. Compartimos El último emperador hace ya bastantes años. Mi padre es un poseso de la historia y la película se extendió más allá de las lecturas de Bertolucci. El director, digamos, sembró el terreno del cual mi padre germinaba en historias anexas, tramas políticas, contextos sociales que yo tenía que entender, cambios globales y axiomas humanos. Papá vamos a verla y luego me la comentas, no servía de nada. Además, a él le encanta expresar sus conocimientos sobre mi y a mi recibirlos, aunque no siempre, de forma abierta.

Alberto y su padre viendo una peli (recreación)

Mi segundo contacto con Bertolucci, y el que consiguió hacerme un muchacho devoto de su cine, vino de la mano de Soñadores. Y es que estaba hecha para mí. Nadie puede quitarme eso. Que sí. Carajo. Bueno, salvo ese subsuelo político, frágil en la película y apenas marco contemplativo, que realmente no me ha importado nunca. Es un marco bello. El mayo del 68, aquel tiempo en el cual los estudiantes se echaban a la calle y montaban barricadas y luchaban por una sociedad más abierta y menos victoriana. Más libre y también libertina. La epopeya por el paraíso. Desde un ángulo político, a expensas de que así se transforme en una revolución cultural, o mejor aún, espiritual y compasiva. Yo siempre asentía cuando el padre de los gemelos decía aquello de: «Escúchame, Theo. Antes de cambiar el mundo tienes que saber que tú también formas parte de él. No se puede juzgar mirando desde fuera».

Marlon Brando y María Schneider

Marlon Brando y Maria Schneider a punto de resbalar

Aunque, en mi propio argumento, luchaba contra la tesis conservadora y ¿adulta? del padre. Por aquel entonces vivía en Strasbourg, con una chica que se parecía a Eva Green. Que fumaba como Eva Green. Que vestía como Eva Green. Que era artista como Eva Green. Y yo escribía historias. Juntos nos bañamos con otros chicos y chicas, discutimos sobre Hendrix y Clapton, sobre Dylan y Van Ronk, quizás no sobre Chaplin y Keaton, pero si sobre Woody Allen y el sionismo implícito o los Coen y su estética sureña. También sobre política, a nuestro modo. Un modo derrotista y ajeno. Como si, en comunión con el piso de Theo e Isabelle, viviésemos en otro planeta cuyos límites eran abandonados, y solo habitásemos en el centro. Es justo decir que la chica en cuestión creció y maduró. Yo a veces sigo metido en la bañera contando rincones con un mechero que encaja en todos lados.

– Les soñadoris (cantando) Io quiero les soñadoris dil grande Bernardo Bertolucci.

Ups, qué seria está saliendo la cosa. Hago un break para introducir un chiste de un señor que se llama Camilo de Ory, seguidlo en Facebook. Los que os atreváis. Tiene que ver con Bertolucci, por supuesto ¿Por quién me tomáis?

Ahora Bertolucci le pone mantequilla a Dios.

Sigo con la historia. La película Soñadores me impactó tanto, me cogió en una etapa tan adecuada que casi me obsesioné con sus personajes, con sus paisajes, con correr por el Louvre, con las referencias a la Nouvelle Vague… ¡De los nuestros, de los nuestros, de los nuestros!, que terminé comprándome la novela. Pero no fue fácil. La novela, descatalogada en toda España, se planteaba un reto. Busqué frenético hasta que di con una pequeña librería en Roma, me gustó el nombre, pero no puedo recordarlo, que tenía un ejemplar de la novela. En español. Casi nada. Rápidamente llamé al librero.

– Siñore, ¡Io sono Leolo Lozone! ¡Leolo Lozone!

– ¿Qué cósa?

– Les soñadoris (cantando) Io quiero les soñadoris dil grande Bernardo Bertolucci.

– Insultos incomprensibles en italiano.

– La novelita, siñore (cantando), di soñadore. Per favore, la novelita di soñadore.

– Ah, benne… te lo spedirò domani.

– Grazie siñore.

Algo así. Y llegó a los pocos días. Corrí a la oficina de correos y volví corriendo a casa. Como aquel que lleva un cupón premiado. Y la leí. Y pasé toda la tarde en aquella historia. Y lamenté cuando terminó. Pero también descubrí la razón de Mathew de mear en el lavabo. La película no lo aclara. Y es maravilloso. Y desde entonces era uno de los nuestros. Y que honor. Aunque era solo de puertas para adentro. Muy adentro. Pero no importaba.

Novecento

Novecento, la película que Bertolucci hizo pensando en Pasolini

Pozuelo, lunes 3 de diciembre. Retomo y liquido el post. Tengo una costilla lesionada de estar haciendo el gamba este fin de semana pasado y duele al respirar. Me estoy haciendo mayor. El horror. Estuve el fin de semana en un concierto de música contemporánea con mi madre. Fue un descojone escuchar las críticas de mi madre sobre la tónica ruidista y descorchada de las composiciones. También fui a cenar a un chino con mi padre, su primera vez. Alucinó con el sake y el kubak. Y con la china que, decía, le hacía ojitos. En fin. Tras la cena volvimos a casa y, en santo homenaje, nos pusimos Novecento, la original, la de cinco horas largas, la que no llegamos a terminar y dejamos para otro día que vuelva a su casa. Cinco décadas de la historia italiana en dos sesiones de sake y Netflix.

Gracias, Bernardo. Como espera Camilo, yo también te deseo, ponle mantequilla a Dios.