Por Alberto Cobián
¿Para qué sirve el Arte?
Lunes, noviembre, Pozuelo. Tiempo estable. Tengo que escribir un post sobre la nulidad útil del arte. Su incapacidad práctica. Su resistencia industrial y, como contraindicación o irónica actualidad, su raíz hecha industria. Y la razón o verdad que nace o se nutre de hacerlo. De crear.
El lunes hice varias pruebas y ensayos, pero no salió nada sólido. No llegó, sin más.
Martes, noviembre, Pozuelo. Día de la mala suerte para los que creen en estos rollos. Hoy me ha surgido la idea de escribir sobre Shui. Y de alguna forma unir conceptos: Shui, el artista maldito, y el tema en cuestión: la práctica inútil del arte.
Conocí a Shui mediante Rafa. Hace unos cinco años ya. Me llevó a La fábrica, casa y taller de Shui. Era un edificio que había pertenecido a su padre (ya muerto entonces). Había sido una fábrica de telas en la planta baja y estaba atestado de maquinas antiguas, telares oxidados y todo tipo de objetos sucios y llenos de pintura en spray. En la planta de arriba es donde vivían Shui y su madre. Su madre siempre le llamaba Hugo (su nombre real), y el, con un humor infantil de espantapájaros, la contraindicaba. Me llamo Shui, mamá. SHU-I MAO. ¿Sabes? Porque soy un gato. Shui Mao es un tipo de gato de agua en japonés, o en chino, nunca me quedó del todo claro.
Antes de llegar, Rafa ya me había puesto en situación. El tipo es un genio.
Hago un break. Me gustaría, antes de seguir, poder enseñaros alguno de los trabajos que hace este señor, quien por lo que sé, sigue encerrado en su fábrica. Produciendo y esperando el milagro. Pero me temo que nuestra relación, aunque intensa, se cortó hace un par de años y no me atrevo a subir nada aquí. Buscad sin embargo su nombre en Google y aparecerá. Como el espectro de puzzle que es. Shui Mao.
Sigo. Aquel primer día nos recibió con un saludo que tiempo adelante reconoceríaincluso tierno. ¿Qué tal psicópatas? Con esa voz alcoholizada y de fumador que se gasta. Como de martillo automático que aprende a cantar.
Subimos al piso de arriba. Estaba todo despatarrado y hecho una mierda. Había como setenta ceniceros hasta los topes. Improvisados todos, por supuesto. La sala principal era enorme y allí tenía su estudio y sus botes de pintura y sus setenta ceniceros y una mesa para pintar y otra para el ordenador con la música ininterrumpida. En el centro, una cama. Sobre la cama, una pintura a tamaño real de su padre. Su padre se parecía a Samuel Beckett. Lo juro. Siempre lo decíamos cuando se nos olvidaba que ya lo habíamos dicho antes. O cuando venía alguien nuevo. Hubo algunas fiestas.
Miércoles, noviembre, Pozuelo. Llueve a cántaros y el día está lánguido y frío. Tercer intento de ponerme serio con este post que se me está resistiendo.
Las fiestas en casa de Shui eran importantes, creíamos entonces. Nos juntábamos gente de varias escuelas. De la Escuela de Escritores, la Escuela Tai, de cine y composición musical, algunas escuelas de teatro, gente de grupos de música, una chica que era boxeadora, pintores, algún arquitecto… y, en general, todo tipo de personas relacionadas con un lenguaje artístico. Nunca nos atrevimos a decir a la boxeadora que lo suyo entraba en duda como lenguaje artístico.
En casa de Shui imaginábamos un nuevo movimiento, como los de antes. Con un discurso en común y tal. Una nueva escuela que podría nacer de las cenizas que inundaban el suelo y del reflejo de las botellas que se amontonaban en los rincones y sobre los sofás. Un mecanismo contemporáneo. Nunca pasó, obviamente. Todo se distancia. El arte colectivo tiene ese aspecto cósmico y gravitatorio, tiende a desprenderse, alejarse e introducirse en el frío tras la explosión inicial.
En mitad de todo este circulo de ansias, ambiciones estéticas y sobredosis carnavalescas estaba Shui. Siempre en el centro. Danzando, loco e iluminado. Era sin duda el jefe de los niños perdidos. Descubrí un mundo nuevo, muchos mundos nuevos, con Shui. Un día sonaba aguas de amazonia, pregunté, y descubrí a Philip Glass. Otro día, Rafa y yo subimos y nos lo encontramos dando vueltas a la cabeza como un poseído, y descubrí el baile sufí. Y después la kora. Y cierta música japonesa. Y techno. Y clásica. Y Val del Omar. Y Erice. Y grupos de teatro muy chungos. Y Uehara, Hiromi Uehara y su Place to be y sus lágrimas orgásmicas en mitad de un baño de jazz sintetizado. Y drogas. Algunas. Y muchos colgados supinos. Valientes, de verdad, aunque perdidos.
Entonces, empecé a pintar mientras estudiaba un Máster de escritura y componía música y todo era imparable. Y todo era para nada, pero quién puede ser tan paleto para pedir un menú ostentoso cuando vive en pleno Olimpo. Éramos felices. Y desgraciados. Y a veces aparecía esa cuestión, este tema molesto, como un mal recuerdo. ¿Y esto para qué? ¿De dónde la necesidad? Hay meses que no podemos pagar la luz, hay meses que no podemos comer algunos días y esos días parecen meses. Era todo un ideal inducido. ¿No? A saber. ¿Cuánto duraría? Eso lo sé ahora. Duró unos cinco años. Y ¿qué ha salido de todo ese orbe de creatividad, producción a medias y merluzas y moñas?
André Amaro ha hecho alguna obra de teatro con cierto éxito. Miguel A. Mejías consiguió bastante dinero para su primera película (La viajante, 2019). Amanda Lobo trabaja en una serie de HBO. Rafa y yo hemos fundado A small apartment y estamos en mitad del proceso de venta a sellos. Angharad Rojo es productora en una empresa canaria. José Pérez es dueño de un ático y parte de un negocio de hosteleria en Barcelona. Rosa Kraus, sin tantas necesidades, sigue en su casa, componiendo y viviendo ese sueño que no se detiene para todos. De otros no se nada. De otros muchos no ha sido nada. De algunos, poca cosa. La mayoría siguen ahí fuera haciendo lo que, en la fábrica, en el círculo santo del mayor santo de Madrid, aprendimos a desarrollar. En definitiva, a seguir vivos un poco más.
Y estas historias promueven esa sensación de calidez. De movimiento. De respiración. Quizá también de pertenencia. A un sistema. A un organismo. Todo lo que sea seguir y sentirse me parece válido.
A veces no sale, a veces sale solo. A veces se pasa hambre y otras te enriqueces. A veces tal y a veces cual y más ejemplos y menos seguridades y, en realidad esto no tiene nada que ver con el arte. Son sus consecuencias, sí. Pero solo las personales. Solo las efímeras. Las que nos abandonan cuando renegamos o morimos. Eso no es el arte (me niego a definir qué es). Ni desde luego justifica nada. Siento que no voy a llegar a una respuesta y, del mismo modo, siento que cada uno tiene la suya propia.
La mía en cuanto a por qué componer o escribir o colocar los platos de forma bella o divertida o sugerente, de dónde nace la necesidad, es sencilla. Y uso un chiste de Woody Allen para explicarlo.
La vida se puede separar en dos categorías: lo horrible y lo miserable. Lo horrible son los ciegos, los enfermos terminales, los que nacen sin posibilidades… no sé cómo pueden continuar. Lo miserable somos todos los demás.
Crear ayuda. Nos acerca a dios.