Philip Roth, excelente y prolífico escritor estadounidense, figura destacadísima en la literatura del siglo XX, murió el 22 de mayo pasado por la noche en un hospital de Manhattan. Tenía 85 años.
Hijo de emigrantes judíos y eterno candidato a un premio Nobel que nunca llegó a conquistar, recibió otros tantos (y merecidísimos) premios como dos National Book Awards, dos National Book Critics, tres PEN/Faulkner Awards, un Pulitzer y un Man Booker International. Pero aparte de los muchos logros premiados o no, lo que nos importa aquí destacar es el gran valor de la abundante obra que deja, una obra centrada fundamentalmente en la exploración de lo que significa ser americano, judío, hombre y escritor. Narrador incansable, ya desde sus primeros libros, Philip Roth encaja en un tipo de escritor que busca ante todo la auto observación –recurre en varias ocasiones al uso del alter ego–, y por qué no decirlo, el narcisismo necesario que eso conlleva. De hecho, sus narradores son implacables, a veces insufribles y torturados e incluso destilan en ocasiones cierta misoginia. Sin embargo, la gran cualidad redentora de su obra es el humor, un humor judío-americano, para el cual el autodesprecio es la cara visible del orgullo del propio individuo y del grupo al que pertenece.
Tras publicar 31 obras a lo largo de su carrera, el autor de El lamento de Portnoy (1969), novela que lo catapultó al éxito con la tormentosa relación con el sexo del personaje Alexander Portnoy, y de la ya legendaria Trilogía americana, que le abrió definitivamente las puertas del Olimpo literario –Pastoral americana (1997), Me casé con un comunista (1998) y La mancha humana (2000)–, tomó la decisión de dejar la escritura en 2012, año en que fue galardonado con el Príncipe de Asturias de las Letras, cerrando una trayectoria magistral que arrancó con la publicación en 1959, cuando tenía 26 años, de Goodbye Columbus.
© de la foto de portada: Bob Peterson
Con Roth desaparece el último de los gigantes de las letras americanas del siglo pasado, junto con Saul Bellow y John Updike, y una figura central de la rica narrativa judía estadounidense al lado del propio Bellow, Bernard Malamud y Norman Mailer, brillando por su capacidad para profundizar en las obsesiones de la cultura de su propia comunidad.
Adiós a Philip Roth, al hombre, a la persona. Nos queda el escritor, sus libros. Historias que un momento dado alguien interpretó como un ataque a la burguesía de toda índole, judía o no, como la imagen viva de esa américa intachable y decorosa, tan bien educada. Pero es que escribir no tiene sentido sin valentía. Como él mismo contestó en una entrevista en el New York Times el pasado mes de enero: