Exposición de Alvar Haro. Canto de sirenas
Alvar Haro nace en París en 1964. Reside en Madrid desde 1967.
Estudia Bellas Artes en la UCM. Recibe formación de su padre, el escultor Juan Haro, con quien comparte taller y amistad profunda.
En un viaje iniciático a Berlín Oriental, donde todavía reside su familia del exilio republicano, toma conciencia de la importancia el tema de la disolución de la memoria.
Expone con regularidad en galerías de arte, muestras institucionales y museos. Recibe diversos premios y durante unos años lleva en paralelo una gran actividad teórica dando conferencias, participando en mesas redondas, acudiendo semanalmente a la Tertulia de Arte de Radio Círculo, escribiendo crítica de arte, artículos de opinión, prologando catálogos y comisariando exposiciones.
Su trabajo se suele desarrollar en grandes series prolongadas en el tiempo, al margen de las modas.
Tras su experiencia berlinesa se centra en el paisaje de construcciones fabriles obsoletas. Sustituye el paisaje por la figura humana, con series como los cuadros de interiores burgueses sobre telas estampadas, una reflexión sobre los equívocos visuales y los límites de la representación que culmina con las pinturas de voyeurs. La sugerencia de un comisario le sumerje en el abismo liberador del dibujo erótico.
En 2008, debido a acontecimientos familiares, se produce en el pintor una convulsión personal que le lleva a agudizar una conciencia de finitud, a una reflexión sobre el devenir común de lo vivo y lo inerte.
Se le impone, entonces y de un modo inevitable, la iconografía de los grandes bosques, mayormente nocturnos o invernales, poblados por seres entrevistos entre los troncos de los árboles, el misterio de la noche y del cosmos. Una vuelta a la Naturaleza como refugio moral y retorno esencial, bálsamo para espíritus atribulados. Ámbitos donde el Hombre es espejo del paisaje y comparte un mismo proceso de cambio y destino de disolución en la inmensidad de la nada, donde la memoria deviene frágil sueño inasible.
La presencia humana, incrustada en el paisaje, aparece fragmentada, muy escorzada, esquiva, intrigante en su actitud y en la extrañeza de sus gestos y posturas, gozosa o doliente. Sus extremidades se confunden con las ramas, como excrecencias de unos vegetales humanizados.
Esa búsqueda del cobijo de lo natural acompaña una aventura fascinante de reconstrucción personal y artística todavía en marcha.