Por Alberto Cobián

El pasado sábado, 22 de diciembre, Elenita y Antonio Machado nos brindaron un cuentacuentos. Unos cuentos maravillosos sobre el señor más fuerte del mundo, y también sobre una vaca que vive dentro de un tetrabrik, y otro sobre un gigante que pedía a su madre que le rascase por todos lados. Y hubo magia y chistes y globos y pastel de chocolate casero y teatro y niños y niñas, muchos. Y los adultos –estoy seguro de que no solo fui yo–, nos convertimos en chavalitos y aplaudimos más fuerte que nadie, en plena competición.

Para los pequeños era una experiencia preciosa, no tengo duda, pero yo esperaba algo que pasaría sin rozarme demasiado, algo que sucede y no deja marca. Para mi sorpresa, fue intenso. Recordar el por qué de contar historias. Y hacerlo de una forma tan sencilla, tan cercana. No se necesita mucho más que una buena historia para que el resto se desvanezca. Se puede habitar ahí, por un ratito. Luego hay que volver.

Elenita Martínez y Antonio Machado aparecieron el sábado por la mañana con una gran sonrisa, prepararon todo el set, y nos enseñaron los libros escogidos, los cuentos. Hay que decir que nos dejaron aquí copias de sobra para el que quiera jugar a ser cuentacuentos con sus hijos, sobrinos, desconocidos en el metro, en fin, que no os cortéis.

Mientras preparaban todo, los niños empezaban a llegar. En dosis reguladas, con abuelas, padres, algún tito enrollado que seguro también habría. Y según la cosa se iba acercando, mientras se llegaba al momento de salida, parecía que Pee–Wee nos hubiese poseído a todos:

¡Quiero pastel y bicicletas ruidosas y conocer al gigante y, por Dios, quiero volver a beber leche para espiar a las vacas que viven en los briks!

Y que no me engañen, el resto de adultos también estaba por esa labor.

En definitiva, fue un inmenso placer tener con nosotros, en Cafebrería ad Hoc, a dos “cuentacuenteros” que tan bien nos contaron y tan especialmente tiernos.

Luego bebieron cerveza, al terminar, y rompieron un poco mi sueño al no pedirme un chocolate con nubes de azúcar o un Cola Cao verde. No sé. Pero se lo perdoné. Se lo merecían.

Lola, alma del reino de los cuentos por un día, regaló a los niños una especie de pomperos en forma de tubos y corazón. Y se lió. Pomas entre los clásicos, pompas entre las mesas, pompas entre la sección de poesía. Pompas en mi nariz.

Para los pequeños era una experiencia preciosa, no tengo duda, pero yo esperaba algo que pasaría sin rozarme demasiado, algo que sucede y no deja marca. Para mi sorpresa, fue intenso. Recordar el por qué de contar historias. Y hacerlo de una forma tan sencilla, tan cercana. No se necesita mucho más que una buena historia para que el resto se desvanezca. Se puede habitar ahí, por un ratito. Luego hay que volver.

Personalmente, dar las gracias por una mañana tan entretenida y tan sabrosa.

Y que los cuentos no terminen.

Que sigan.

Que nazcan nuevos.

Y que vengan aquí a contárnoslos.